Wenceslao Fernández Flórez "La
cura de moscas"
Cuando le encontré
contemplaba absorto el maravilloso espectáculo de la ría de Arosa
desde una roca, en la isla de
La Toja.
–He venido a curarme a
Pontevedra –me dijo.
–¡Ah! –contestó
distraídamente–. Se baña usted en esas aguas.
–No; no vengo en busca de
ninguna clase de aguas.
Tiró una piedrecita
al mar. Luego, agregó, sencillamente:
–Vengo por las moscas.
–¿Por las moscas?
–Sí.
Le miré un instante.
–Temo, en verdad, que esté
usted muy enfermo.
–Hace un mes estaba peor.
Gracias a estas moscas... ¡Oh, estas moscas! Ustedes no
saben la riqueza que tienen
con ellas en Galicia.
Fruncí el ceño.
¡Qué diablo! Yo bien sé que en Galicia hay una terrible
cantidad de moscas extraordinariamente molestas; pero no me gusta que un
forastero me lo reproche.
–Bien –repliqué–, ¿y
qué tenemos con eso? Son moscas gallegas, nacidas de moscas
gallegas; pican en lo suyo.
Si a usted le parece mal, no haber venido.
–¡Cómo! ¡No
haber venido!.. Pero si yo les debo la vida y las amo como nadie las sabe amar.
Yo estoy sometido aquí a una cura de moscas. Ustedes son los que
desconocen la importancia de estos insectos maravillosos. En todo el mundo no
hay una mosca igual a las moscas de la provincia de Pontevedra. Todas las
moscas pican; estas muerden. Todas las moscas tienen tenacidad; pero estas no
conocen la fatiga. Una mosca inglesa no vuelve nunca al sitio de donde fue
arrojada. Una mosca madrileña vuelve seis veces. Una mosca africana
vuelve quince. La mosca pontevedresa vuelve siempre mientras haya vigor en sus
alas. La calva de un amigo mío fue atacada por una mosca de Salvatierra.
Esta mosca sorteó millares de manotazos, acompañando a mi amigo
por toda la provincia durante un mes. Le esperaba a la orilla del mar, cuando se
bañaba, y a los pies de la cama, cuando dormía. Hoy he recibido
un telegrama de mi amigo desde Orense. "Maruxa se quedó en
Salvatierra", me dice. Había puesto nombre a la mosca, como se le
pone a un perro o a un gato. Tengo la seguridad de que está triste. Le
tenía cariño ya. Y es natural. ¿No le parece?
–Me parece –respondí
sombríamente– que intenta usted burlarse...
–¡Qué
ignorancia! Cuando le haya explicado, comprenderá... La mosca
pontevedresa muerde en todas partes. No existe contra ella la defensa de los
vestidos… Muerde al través de los calcetines, de la americana, de un gabán...
Ataca por centenas, por millares. Y ella es la que da salud a la raza. ¿Por
qué las Rías Bajas son más ricas que las Rías
Altas? Por las moscas. En las Rías Altas, los hombres quedan dulcemente inmovilizados
en la contemplación de la naturaleza. Les gana el sopor1, la quietud, el no
hacer nada. Se dedican a crear casinos con nombres ingleses. En las Rñias
Bajas, el hombre no puede estarse quieto. Si se está quieto, lo devoran
las moscas. Va, viene, manotea, y esta actividad le lleva a ser comerciante, a
crear industrias... Se acostumbra a agitarse en su lucha con las moscas, y ya
no puede estarse quieto nunca. ¿Quién fundó la rica y
trabajadora ciudad de Vigo? Las moscas. ¿A quién se deben las innúmeras
fábricas de conserva y de salazón que hay en estas riberas? A las
moscas. ¿Dónde están los hombres más laboriosos,
los mejores hoteles, la gente más emprendedora? ¿En La Coruña,
en el Norte? No: en Pontevedra, en el sur gallego, feliz poseedor de esas
moscas, que no tienen rival en el mundo.
Yo soy coruñés.
Mi amor propio me incitó a aclarar:
–No sé cómo
dice usted eso. En La Coruña hay moscas verdaderamente formidables.
–¡Psch! Moscas de
tercera clase. Si va allí una de estas moscas, se las come a todas.
Pero aún no he
terminado. Es preciso que le explique a usted mi "cura de moscas". Yo
soy un hombre linfático. Vivo, como usted sabe, en Madrid. Mi existencia es reposada: una
existencia de hombre de bufete. Ando en coche o en tranvía, permanezco
muchas horas inmóvil... Mi linfatismo crece, mi estómago se estropea. Todos los veranos acudo aquí.
Las moscas me acometen. Y ando, corro, manoteo, me irrito... Mis brazos hacen
una incesante gimnasia para espantar a las moscas voraces... Toque usted.
–¿Qué es eso?
–Es el bíceps. Parece
el de un boxeador, ¿verdad? Hace un mes y medio, cuando vine,
apenas tenía el
hueso. Mucho ejercicio. Sano ejercicio. También tengo más
nervios. No
se los puedo enseñar
a usted, pero sé yo que los tengo. Y como con verdadera
hambre.
Ustedes dicen: "Son
nuestras aguas". No; son estas moscas. Suprima usted las moscas, y los
diversos manantiales salutíferos de Galicia se desprestigiarán
rápidamente. Además, las costumbres gallegas sufrirían una
transformación. Por ejemplo: no habría emigrantes. El emigrante
huye de las moscas. Las moscas empujan a América a muchos millares de
seres, para los cuales el mar es simplemente una ancha planicie sin moscas.
Esos emigrantes son los que envían a Galicia millones y millones y la enriquecen.
Desaparecidas las moscas, las gentes no tendrían por qué
marcharse de este país de maravilla, donde la vida es menos angustiosa
que en otros muchos. He aquí cómo la mosca pontevedresa cumple un
fin salutífero y un fin social– económico. ¿Quién trae
esos soberbios transatlánticos que rayan el cristal prodigioso de la ría
de Vigo? Una mosca. ¿Quién les lleva a América? Una mosca:
la implacable mosca pontevedresa. Y esta mosca es la que da origen a las Casas
de banca, por las que giran fondos los emigrados, y a las Casas consignatarias, y
a las escuelas que fundan los indianos; a todo, en fin, lo que es progreso,
cultura, riqueza...
Cruzó las manos, como
en éxtasis.
–¡Y qué
inteligencia! –agregó–. Nadie tiene la noción del deber como una
de estas moscas. Oiga usted un caso. Por las mañanas entra el camarero a
despertarme, abre las contraventanas, y se va. Yo soy perezoso. Mi linfatismo
me incita a volverme a dormir. Imposible. Varias moscas zumban, me clavan, me
muerden, cosquillean en mí. Tengo que levantarme. ¿Es que han
comprendido que debo hacerlo así, que no me conviene continuar acostado?
–Acaso sea porque, al abrir
las contraventanas, al entrar la luz...
–¡Oh, no! Esa es una
explicación trivial. ¿Usted cree que no les molesta tanto giro,
tanto picotazo? ¡Si yo no sé cómo aguantan! ¡Pobres!
Hacen cuanto pueden por cumplir su misión.
Bruscamente, mi amigo se
puso en pie, pálido y con los ojos extraviados por el miedo:
–Perdone usted... Ya
continuaremos hablando... Ahí vienen tres moscas furiosas que me persiguen
desde ayer... Me han descubierto. Había conseguido darles un
esquinazo... ¡Ahí están!... ¡Perdone!...
Y se dio a correr como un
loco, dejando olvidado el sombrero.