Javier Cercas "Soldados de Salamina" (fragmento)
No pregunté; como si revelara un hecho
desconocido dije:
—Sánchez Mazas sobrevivió al
fusilamiento —Miralles asintió, paciente, saboreando su nescafé
con coñac. Añadí—:
Sobrevivió gracias a un hombre. Un soldado de Líster.
Le conté la historia. Cuando hube
acabado, Miralles dejó su taza vacía sobre la mesa e,
inclinándose un poco, sin levantarse de la butaca abrió el
ventanal del balcón y miró fuera.
—Una historia muy novelesca —dijo luego, en
tono neutro, mientras sacaba un cigarrillo del paquete mediado de por la
mañana.
Me acordé de Miquel Aguirre y dije:
—Es posible. Pero todas las guerras
están llenas de historias novelescas, ¿no?
—Sólo para quien no las vive.
—Expulsó un penacho de humo y escupió algo que quizás era
una hebra de tabaco—. Sólo para quien las cuenta. Para quien va a la
guerra para contarla, no para hacerla. ¿Cómo se llamaba aquel
novelista americano que entró en París...?
—Hemingway.
—Hemingway, sí. ¡Menudo payaso!
Miralles se calló, abstraído:
miraba las volutas de humo ondeando lentísimas en la luz detenida del
balcón, a través del cual llegaba el rumor intermitente del
tráfico.
—Y esa historia del soldado de Líster
—empezó, volviéndose de nuevo hacia mí: la mitad derecha
de su cara había recobrado su aspecto rocoso; en la izquierda
había una expresión ambigua, que participaba de la indiferencia y
de la decepción, casi del fastidio—, ¿quién se la ha
contado?
Se lo expliqué. Miralles asentía
con la cabeza, la boca circunfleja, un poco burlona. Era evidente que el
ánimo jovial con que me había acogido esa tarde se había
disipado. Yo no sabía qué decir, pero sabía que
tenía que decir algo; Miralles se me adelantó:
—Dígame una cosa. A usted
Sánchez Mazas y su famoso fusilamiento le traen sin cuidado,
¿verdad?
—No le entiendo —dije, sinceramente.
Me buscó los ojos con curiosidad.
—¡Hay que joderse con los escritores!
—Se rió abiertamente—. Así que lo que andaba buscando era un
héroe. Y ese héroe soy yo, ¿no? ¡Hay que joderse!
¿Pero no habíamos quedado en que era usted pacifista?
¿Pues sabe una cosa? En la paz no hay héroes, salvo quizás
aquel indio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas... Y ni
siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron.
Los héroes sólo
son héroes cuando se mueren o los matan. Y los héroes de verdad
nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven.
Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos. —Se le quebró la
voz; tras una pausa, mientras tragaba saliva, apagó el cigarrillo—. ¿Quiere
otro mejunje de estos?
Con las tazas vacías fue a la cocina.
Desde la salita le oí sonarse la nariz; cuando regresó,
tenía los ojos brillantes, pero parecía calmado. Supongo que
intenté disculparme por algo, porque recuerdo que, después de
alcanzarme el nescafé y arrellanarse de nuevo en su butaca, Miralles me
interrumpió con impaciencia, casi irritado.
—No pida perdón, joven. No ha hecho
nada malo. Además, a su edad ya debería de haber aprendido que
los hombres no piden perdón: hacen lo que hacen y dicen lo que dicen, y
luego se aguantan. Pero le voy a contar una cosa que usted no sabe, una cosa de
la guerra. Dio un sorbo de nescafé; yo di otro: a Miralles se le
había ido la mano con el coñac.
— Cuando
salí hacia el frente en el 36 iban conmigo otros muchachos. Eran de
Terrassa, como yo; muy jóvenes, casi unos niños, igual que yo; a
alguno lo conocía de vista o de hablar alguna vez con él: a la
mayoría no. Eran los hermanos García Segués (Joan y Lela),
Miquel Cardos, Gabi Baldrich, Pipo Canal, el Gordo Odena, Santi Brugada, Jordi
Gudayol. Hicimos la guerra juntos; las dos: la nuestra y la otra, aunque las
dos eran la misma.
Ninguno de ellos sobrevivió. Todos muertos. El último fue Lela
García Segués. Al principio yo me entendía mejor con su
hermano Joan, que era justo de mi edad, pero con el tiempo Lela se
convirtió en mi mejor amigo, el mejor que he tenido nunca: éramos
tan amigos que ni siquiera necesitábamos hablar cuando estábamos
juntos. Murió en el verano del cuarenta y tres, en un pueblo cerca de
Trípoli, aplastado por un tanque inglés. ¿Sabe? Desde que
terminó la guerra no ha pasado un solo día sin que piense en
ellos. Eran tan jóvenes... Murieron todos. Todos muertos. Muertos.
Muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la vida: ninguno tuvo
una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un
hijo y de que su hijo, con tres o cuatro años, se metiera en su cama,
entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una
habitación con mucho sol...
En algún momento Miralles había empezado
a llorar: su cara y su voz no habían cambiado, pero unas lágrimas
sin consuelo rodaban veloces por la lisura de su cicatriz, más lentas
por sus mejillas sucias de barba.
— A veces sueño con ellos, y entonces
me siento culpable: les veo a todos, intactos y saludándome entre
bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para
ellos, igual de jóvenes y preguntándome por qué no estoy
con ellos, como si los hubiese traicionado, porque mi verdadero lugar estaba
allí; o como si yo estuviese usurpando el lugar de alguno de ellos; o
como si en realidad yo hubiera muerto hace sesenta años en cualquier
cuneta de España o de África o de Francia y estuviera
soñando una vida futura con mujer e hijos, una vida que iba a acabar
aquí, en esta habitación de un asilo, charlando con usted.
Miralles siguió hablando, más
deprisa, sin secarse las lágrimas, que le caían por el cuello y
le mojaban la camisa de franela
— Nadie se acuerda de ellos, ¿sabe?
Nadie. Nadie se acuerda siquiera de por qué murieron, de por qué
no tuvieron mujer e hijos y una habitación con sol; nadie, y, menos que
nadie, la gente por la que pelearon. No hay ni va a haber nunca ninguna calle
miserable de ningún pueblo miserable de ninguna mierda de país que
vaya a llevar nunca el nombre de ninguno de ellos. ¿Lo entiende? Lo
entiende, ¿verdad? Ah, pero yo me acuerdo, vaya si me acuerdo, me
acuerdo de todos, de Lela y de Joan y de Gabi y de Odena y de Pipo y de Brugada
y de Gudayol, no sé por qué lo hago pero lo hago, no pasa un solo
día sin que piense en ellos.
Miralles dejó de hablar, sacó un
pañuelo, se secó las lágrimas, se sonó la nariz; lo
hizo sin pudor, como si no le avergonzara llorar en público, igual que
lo hacían los viejos guerreros homéricos, igual que lo hubiera
hecho un soldado de Salamina. Luego, de un solo trago, se bebió el
nescafé enfriado. Permanecimos en silencio, fumando. La luz del
balcón era cada vez más débil; apenas se oían pasar
coches. Yo me sentía a gusto, un poco ebrio, casi feliz. Pensé:
«Se acuerda por lo mismo que yo me acuerdo de mi padre y Ferlosio del suyo y
Miquel Aguirre del suyo y Jaume Figueras del suyo y Bolaño de sus amigos
latinoamericanos, todos soldados muertos en guerras de antemano perdidas: se
acuerda porque, aunque hace sesenta años que fallecieron, todavía
no están muertos, precisamente porque él se acuerda de ellos. O
quizá no es él quien se acuerda de ellos, sino ellos los que se
aferran a él, para no estar del todo muertos». «Pero cuando Miralles
muera», pensé, «sus amigos también morirán del todo,
porque no habrá nadie que se acuerde de ellos para que no mueran.»
Durante mucho rato estuvimos charlando de
otras cosas, entre nescafés, cigarrillos y largos silencios, como si no
acabáramos de conocernos esa misma mañana. En algún
momento Miralles me sorprendió consultando con disimulo el reloj.
—Le aburro —se interrumpió.
—No me aburre —contesté—. Pero mi tren
sale a las ocho y media.
—¿Tiene que marcharse?
—Me parece que sí.
Miralles se levantó de su butaca,
cogió el bastón. Dijo:
—No le he ayudado mucho, ¿verdad?
¿Cree que podrá escribir su libro?
—No lo sé —contesté,
sinceramente; pero luego dije—: Espero que sí. —Y añadí—:
Si lo hago, le prometo que hablaré de sus amigos.
Como si no me hubiera oído, Miralles
dijo:
—Le acompaño. —Señaló el
cartón de tabaco que había sobre la mesa—: Y no se olvide de eso.
Íbamos a salir de su apartamento cuando
Miralles se detuvo.
—Dígame una cosa. —Habló con la
mano en el picaporte: la puerta estaba entreabierta—. ¿Para qué
quería encontrar al soldado que salvó a Sánchez Mazas?
Sin dudarlo contesté:
—Para preguntarle qué pensó
aquella mañana, en el bosque, después del fusilamiento, cuando le
reconoció y le miró a los ojos. Para preguntarle qué vio
en sus ojos. Por qué le salvó, por qué no le
delató, por qué no le mató.
—¿Por qué iba a matarlo?
—Porque en la guerra la gente se mata —dije—.
Porque por culpa de Sánchez Mazas y por la de cuatro o cinco tipos como
él había pasado lo que había pasado y ahora ese soldado
emprendía un exilio sin regreso. Porque si alguien mereció que lo
fusilaran ése fue Sánchez Mazas.
Miralles reconoció sus palabras,
asintió con un amago de sonrisa y, acabando de abrir la puerta, me dio
un golpecito con el bastón en el envés de las piernas; dijo:
—Andando, no vaya a ser que pierda el tren.
Bajamos en ascensor a la planta baja; desde recepción pedimos un taxi.
—Despídame de la hermana
Françoise —dije mientras caminábamos hacia la salida.
—¿Es que no piensa volver?
—No si usted no quiere.
—¿Quién ha dicho que no quiero?
—Entonces le prometo que volveré.
Fuera la luz estaba oxidada: era el atardecer.
Aguardamos el taxi a la puerta del jardín, frente a un semáforo
que cambiaba de luz para nadie, porque en el cruce de la Route des Daix y la
Rue Combotte el tráfico era escaso y las aceras estaban desiertas. A mi
derecha había un edificio de apartamentos, no muy alto, con grandes
cristaleras y balcones desde los que podía verse el jardín de la
Résidence des Nimphéas. Pensé que era un buen lugar para
vivir. Pensé que cualquier lugar era un buen lugar para vivir.
Pensé en el soldado de Líster. Me oí decir:
—¿Qué cree usted que
pensó?
—¿El soldado? —Me volví hacia
él. Con todo su cuerpo apoyado en el bastón, Miralles observaba
la luz del semáforo, que estaba en rojo. Cuando cambió del rojo
al verde, Miralles me fijó con una mirada neutra. Dijo—: Nada.
—¿Nada?
—Nada.
El taxi tardaba. Eran las ocho menos cuarto, y
aún tenía que pasar por el hotel a pagar la cuenta y recoger mis
cosas.
—Si vuelve tráigame algo.
—¿Además de tabaco?
—Además.
—¿Le gusta la música?
—Me gustaba. Ahora ya no la escucho: cada vez
que lo hago me sienta mal. De repente me pongo a pensar en lo que me ha pasado,
y sobre todo en lo que no me ha pasado.
—Bolaño me dijo que baila muy bien el
pasodoble.
—¿Eso le dijo? —se rió—.
¡Jodido chileno!
—Una noche le vio bailando Suspiros de España con una amiga suya, junto a su rulot.
—Si convence a la hermana Françoise, a
lo mejor todavía soy capaz de bailarlo —dijo Miralles,
guiñándome el ojo de la cicatriz—. Es un pasodoble muy bonito,
¿no le parece? Mire, ahí tiene su taxi.
El taxi se detuvo en la esquina, junto a
nosotros.
—Bueno —dijo Miralles—. Espero que vuelva
pronto.
—Volveré.
—¿Puedo pedirle un favor?
—Pida lo que quiera.
Mirando la luz del semáforo dijo:
—Hace muchos años que no abrazo a
nadie.
Oí el ruido del bastón de
Miralles cayendo a la acera, sentí que sus brazos enormes me estrujaban
y que los míos apenas conseguían abarcarle, me sentí muy
pequeño y muy frágil, olí a medicinas y a años de
encierro y de verdura hervida y sobre todo a viejo, y supe que ése era
el olor desdichado de los héroes.
Deshicimos el abrazo y Miralles recogió
su bastón y me empujó hacia el taxi. Entré, le di al
taxista la dirección del Victor Hugo, le pedí que aguardara un
momento, bajé la ventanilla.
—No le he contado una cosa —le dije a
Miralles—. Sánchez Mazas conocía al soldado que le salvó.
Una vez le vio bailando un pasodoble en el jardín del Collell. Solo. El
pasodoble era Suspiros de España. —Miralles bajó
de la acera y se arrimó al taxi, apoyó una mano grande en el
cristal bajado. Yo estaba seguro de cuál iba a ser la respuesta, porque
creía que Miralles no podía negarme la verdad. Casi como un ruego
pregunté—: Era usted, ¿no?
Tras un instante de vacilación,
Miralles sonrió ampliamente, afectuosamente, mostrando apenas su doble
hilera de dientes desvencijados. Su respuesta fue:
—No.
Apartó la mano de la ventanilla y le
ordenó al taxista que arrancara. Luego, bruscamente, dijo algo, que no
entendí (tal vez fue un nombre, pero no estoy seguro), porque el taxi
había echado a andar y, aunque saqué la cabeza por la ventanilla
y le pregunté qué había dicho, ya era demasiado tarde para
que me oyera o pudiera contestarme, le vi levantar el bastón a modo de
saludo último y luego, a través del cristal trasero del taxi,
caminar de vuelta hacia la residencia, lento, desposeído, medio tuerto y
dichoso, con su camisa gris y sus pantalones raídos y sus zapatillas de
fieltro, achicándose poco a poco contra el verde pálido de la
fachada, la cabeza orgullosa, el perfil duro, el cuerpo balanceante, voluminoso
y destartalado, apoyando su paso inestable en el bastón, y cuando
abrió la puerta del jardín sentí una especie de nostalgia
anticipada, como si, en vez de ver a Miralles, ya le estuviera recordando,
quizá porque en aquel momento pensé que no iba a volver a verle,
que iba a recordarle así para siempre.